martes, 30 de octubre de 2012

Un fragmento de Robinson Crusoe, de Daniel Defoe.


Del capítulo 8, Expedición temeraria.


"Más tarde, comencé a reflexionar sobre la posibilidad de construir una canoa o piragua, como las que hacían los nativos de aquellas latitudes, incluso sin herramientas ni ayuda, con un gran tronco de árbol. Esto no solo me pareció posible sino sencillo y me alegré mucho con la idea de hacerlo y de tener más recursos que los indios o los negros. Mas no consideré las dificultades que acarreaba dicha tarea, que eran mayores que las que podían encontrar los indios, como por ejemplo, la necesidad de ayuda para echarla al agua cuando estuviese terminada. Este obstáculo me parecía mucho más difícil de superar que la falta de herramientas, por parte de los indios pues ¿de qué me serviría cortar un gran árbol en el bosque, lo cual podía hacer sin demasiada dificultad  si, después de modelar y alisar la parte exterior para darle la forma de un bote y de cortar y quemar la parte inte­rior para ahuecarla, debía dejarlo justo donde lo había encontrado por ser incapaz de arrastrarlo hasta el agua?
Se podría pensar que, mientras construía la canoa, no había considerado, ni por un momento, esta situación pues debí haber pensado antes en la forma de llevarla hasta el agua pero estaba tan enfrascado en la idea de navegar, que ni una vez me detuve a pensar cómo lo haría. Naturalmente, me iba a resultar mucho más fácil llevarla cuarenta y cinco millas por mar, que arrastrarla por tierra las cuarenta y cinco brazas que la separaban de él.
Me empeñé en construir esta canoa como el más estúpido de los hombres, como si hubiese perdido totalmente la razón  Me agradaba el proyecto y no me preocupaba en lo más mínimo si no era capaz de realizarlo. No es que la idea de botar la canoa no me asaltara con frecuencia sino que respondía a mis preguntas con la siguiente insensatez: «Primero ocupémonos de hacerla que, con toda seguridad, encontraré la forma de transportarla cuando esté terminada.»
Esta era una forma de proceder descabellada pero mi fantasiosa obstinación prevaleció y puse manos a la obra. Corté un cedro tan grande, que dudo mucho que Salomón dispusiera de uno igual para construir el templo de Jerusalén. Medía cinco pies y diez pulgadas de diámetro en la parte baja y a los veintidós pies de altura medía cuatro pies y once pulgadas; luego se iba haciendo más delgado hasta el naci­miento de las ramas. Me costó un trabajo infinito cortar el árbol. Estuve veinte días talando y cortando la base y cator­ce más cercenando las ramas, los brotes y el tupido follaje con el hacha. Después, me tomó un mes darle la forma del casco de un bote que pudiese mantenerse derecho sobre el agua. Me tomó casi tres meses excavar su interior hasta que pareciese un bote de verdad. Hice esto sin fuego, utilizando, únicamente, un mazo y un cincel y, después de mucho es­fuerzo, logré hacer una hermosa piragua, lo suficientemente grande como para llevar veintiséis hombre y, por tanto, a mí con mi cargamento.
Cuando terminé la tarea, estaba encantado. El bote era mucho más grande que cualquier canoa o piragua, hecha de un solo árbol, que hubiese visto en mi vida. Muchos golpes de hacha me había costado y no faltaba más que llevarla has­ta el agua y, si lo hubiese conseguido, habría emprendido el viaje más absurdo e irrealizable que jamás se hubiese hecho.
Todos mis intentos de llevarla al mar fracasaron, a pesar de mis grandísimos esfuerzos. La canoa estaba a unas cien yardas del agua y el primer inconveniente era una colina que se elevaba hacia el río. Para resolver este problema, decidí cavar el terreno con el fin de hacer un declive. Comencé a hacerlo y me costó un trabajo inmenso mas ¿quién se que­ja de fatigas si tiene la salvación ante sus ojos? No obstante, cuando terminé esta tarea y vencí esta dificultad, estaba igual que antes porque, como con el bote, me resultaba im­posible mover la canoa.
Entonces medí la longitud del terreno y decidí hacer una especie de dique o canal para llevar el agua hasta la piragua ya que no podía llevar esta al agua. Cuando comencé a ha cerlo y calculé el ancho y la profundidad de la excavación que debía realizar, me di cuenta de que, sin otro recurso que mis dos brazos, me tomaría unos diez o doce años terminar esta labor puesto que, la orilla estaba elevada y, por lo tanto  tendría que cavar una zanja de, por lo menos, veinte pies de profundidad en la parte más alta. Al final también tuve que renunciar a esta idea, con mucho pesar.
Esto me causó una gran aflicción y me hizo comprender  aunque demasiado tarde, la estupidez de iniciar un trabajo sin calcular los costos ni juzgar la capacidad para realizarlo".

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